domingo, 1 de febrero de 2015

ORIGEN DE LOS BARRIOS ÉPOCA DE LA COLONIA


ORIGEN DE LOS BARRIOS
ÉPOCA DE LA COLONIA

La ciudad de Santiago de Cali, como todas las aldeas españolas desparramadas en América que usaban este titulo ostentoso, concentraba en torno a la plaza mayor no sólo los símbolos de la vida civil y religiosa y algunos almacenes de comerciantes sino también las casas "altas" de sus hijos privilegiados. Prolongado este pequeño núcleo de ocho o diez manzanas se extendían los barrios. Estos eran, en la primera mitad del siglo XVIII, La Merced, habitada también por vecinos "nobles", el Empedrado, el más populoso del Vallano, La Ermita de Santa Rosa, la Carnicería y la Mano del Negro. Debe mencionarse también Barrionuevo, edificado en parte de los ejidos de Cali y cuyos solares empezó a repartir el Cabildo a comienzos del siglo XVIII, pero cuya naturaleza era todavía rústica.

En 1787, por razones administrativas, la ciudad se dividió en "cuarteles" atravesando simplemente la ciudad con dos ejes que se cruzaban en la Plaza Mayor. En estos barrios o cuarteles se designaba un alcalde todos los años. Se llamaban Nuestra Señora de las Mercedes, San Agustin, San Nicolás y Santa Rosa. Cada uno quedaba provisto (como puede deducirse por el nombre) con la iglesia de un convento o de una fundación pía.

Barrios como el Vallano y la Mano del Negro debieron surgir por la paulatina ocupación de los ejidos de la ciudad. Por esta razón, en 1706, el Cabildo debió asignar un nuevo ejido, cuya extensión era de seis cuadras a partir de la última casa de la vecindad del Vallano cuatro cuadras hasta la Mano del Negro. En esta superficie, que no debía exceder las 20 hectáreas según las anteriores indicaciones, los vecinos más pobres (sin duda los del Vallano y la Mano del Negro) mantenían algunos ganados. Cuando se asignaron los nuevos ejidos en 1706 las tierras estaban cubiertas de monte y hubo que limpiarlas para dedicarlas a su nuevo uso. Aún las tierras aledañas que pertenecían a varios vecinos, estaban tan cubiertas de arboles y maleza que el Cabildo ordenó limpiarlas de modo que

.. el contorno de la dicha ciudad no lo damnifique ninguna oscuridad...". 1

Por esta última observación es fácil imaginar el carácter eminentemente rural del poblado. Este carácter se había ido acentuando a partir de los primeros tiempos, cuando la ciudad había sido el asiento de encomenderos, comerciantes y dignidades. En el curso del siglo XVII, debido a la depresión económica, muchos vecinos se trasladaron a vivir en el campo ya que no podían mantener "casa poblada" en la ciudad, tal como lo exigía su condición.

La plaza mayor se adornaba con la iglesia parroquial de San Pedro, en donde ningún vecino acaudalado prescindía de hacerse enterrar con profusión de misas, y la vecindad del convento de Santo Domingo. Allí quedaban también las "arcadas", en donde el Cabildo y la otra iglesia (perpetuamente inacabada) poseían tiendas que arrendaban a los comerciantes y que en los treinta compró el Maestro Juan de Ceballos, alcalde mayor provincial y rico comerciante.

En el marco de la plaza y en sus inmediaciones vivían las familias "nobles". Eran terratenientes, mineros y comerciantes que habían edificado casas "altas" o de dos pisos, de teja y "embarrado" (o tapia pisada) en los solares otorgados originalmente a los fundadores, de más de dos mil varas cuadradas cada uno. Contigua a la iglesia, y edificada sobre dos solares, quedaba por ejemplo la casa de Don Salvador Caicedo Hinestroza, Sargento Mayor, hermano del Alférez real, propietario de minas en el río Calima y de la hacienda de los Ciruelos, inmediata a los ejidos de Cali. Su hermano Nicolás, el hombre más poderoso de la ciudad, habitaba también en el marco de la plaza, lo mismo que el propietario y regidor perpetuo Don Ignacio Piedrahita y su pariente, el comerciante Sebastián Perlaza, que era alguacil Mayor del Santo Oficio. Simbólicamente, el asiento de los poderes de la "República" se repartía entre las familias que habían figurado desde los siglos XVI y XVII en el Cabildo como dignatarios municipales: Vivas Sedano, Bacas, Latorres, Velascos, Cobos, Lassos, Peláez, etc., y a medida que avanzaba el siglo, de apellidos de comerciantes y mineros que se emparentaban con las familias patricias.

A comienzos del siglo, una casa en el marco de la plaza podía valer más de cuatro mil patacones. En 1712 Doña Francisca Nuñez de Rojas, hija del terrateniente Antón Núñez de Rojas, compró una casa allí por 4.300 pts. En ella vivieron su hija, Doña Manuela Peláez Sotelo y sus nietos, mineros y terratenientes, Felipe y Carlos de Velasco Rivagüero. Otra nieta, Doña Rosalía Peláez Ponce de León, vivió en una casa avaluada en 1747 en siete mil pts. Una casa vecina pertenecía al capitán José Vivas Sedano, quien la vendió a su yerno, el terrateniente Diego Ranjel, por dos mil pts. en 1724.

Contigua a la casa del Alférez real Nicolás de Caicedo quedaba otra de dos mil pts. Que pasó de manos de Don Ignacio Piedrahita a las de su yerno, el comerciante Francisco Pernía y de este a uno de los yernos del Alférez real, el minero Antonio de la Llera. A menos de dos cuadras de la plaza, en la esquina de la calle real y la llamada calle de la Ronda (que iba a lo largo del río), la casa del antiguo minero y luego comerciante, Alonso Arcadio Posso de los Ríos, pasó en 1727 a otro minero y terrateniente, Luis Echeverría y Alderete por 3.600 pts. Esta casa estaba cubierta de teja, tenía en su solar una cocina cubierta de paja y anexas cuatro tiendas de teja también.2

Todavía en la primera mitad del siglo XVIII quedaban sin edificar algunos grandes solares contiguos a la plaza. En 1737 el terrateniente Luis Garcia de Mirasierra vendió un solar, apenas unas cuadras arriba de la plaza, colindante con las casas de los Bacas de Ortega y los Vivas Sedano. Apenas un año después vendió un pedazo contiguo, también sin edificar.

Aunque a finales del siglo XVII muchos vecinos de Cali habitaban en propiedades rústicas o en poblados aledaños, el crecimiento demográfico del siglo siguiente favoreció también al area urbana. Las grandes familias se hicieron adjudicar terrenos que iban mermando los ejidos (Barrionuevo, por ejemplo, adjudicado al Alférez real Nicolás de Caicedo a comienzos del siglo XVIII) y de los que se iban desprendiendo por compra-ventas a lo largo del siglo. Es así como surgió un cinturón urbano habitado por mulatos y libertos, una especie de clientela de las familias que controlaban también la propiedad urbana.

El precio de un solar entero en las inmediaciones de la plaza era de mil pts. y más en la primera mitad del siglo. Este precio iba reduciéndose a medida que se descendía hacia el río o se marchaba hacia la periferia. Hasta el último tercio del siglo XVII los precios de las propiedades urbanas mantuvieron una gran estabilidad. Hacia 1620, por ejemplo, Diego del Castillo había comprado un solar sin edificar en la plaza por 220 pesos oro. Juan de Caicedo Salazar lo adquirió poco después y edificó una casa techada con paja. En 1662 se remató por un precio equivalente al de 1620: 515 pts. Pero al doblar el siglo XVIII su valor se había duplicado. 3



La extensión de los solares adjudicados originalmente (cuatro por cada manzana) no permitía que se edificaran íntegramente. Por eso se aislaban con tapias y se edificaban separadamente ciertas dependencias como la cocina. La casa de Don Salvador de Caicedo, que daba a la plaza del lado de la iglesia, se decía estar edificada sobre dos solares. En realidad ocupaba apenas la parte delantera con una edificación principal "alta" (o de dos pisos) y con tiendas de un solo piso. Dado el número de esclavos domésticos (treinta y más) que podía llegar a tener una familia de terratenientes o de mineros, el resto del solar debía contener algunas chozas.

El precio de los solares en los barrios oscilaba de acuerdo con su vecindad al corazón de la ciudad. De todas maneras el límite extremo de cada barrio no estaba demasiado alejado del centro. Por eso un solar en el Vallano podía valer entre 100 y 500 pts. y uno en el Empedrado hasta 300. En estos barrios no era frecuente que se vendieran solares completos. Ventas y adjudicaciones originales a vecinos de las clases sociales inferiores no se hacían, como se habían hecho a los conquistadores, por solares, sino mucho más parsimoniosamente, por varas. Tampoco estas clases poseían mecanismos sociales aptos para preservar la integridad de un patrimonio, o de acrecentarlo, como en el caso de los vecinos "nobles". Así, la propiedad de los solares en los barrios estaba muy fragmentada, hasta el punto de que era frecuente la venta de lotes de algunas varas cuyo valor no llegaba a 30 pts.

En los barrios, sin embargo, las construcciones estaban mucho más diseminadas que en el centro. Las casas allí ya no eran altas, grandes y de teja sino ranchos de construcción endeble ("embutidos de embarrado), techados de paja, que casi nunca agregaban mucho valor al lote en el que estaban construidos. El contraste entre estas construcciones, de una sola habitación con una cocina anexa, y las casas altas de la "nobleza", señala tanto el grado de cohesión familiar como el patrimonial.

La traza de la ciudad reflejaba las jerarquías existentes en el seno de la sociedad colonial. En el siglo XVI el título de "vecino" se había discernido exclusivamente a los encomenderos, excluyendo del seno del Cabildo municipal a gentes de menor cuantía. Cuando, a fines de la centuria, los regimientos se hicieron venales y perpetuos, la calidad del vecino perdió su primitiva importancia. De todas maneras se siguió distinguiendo entre vecinos "soldados" y vecinos en encomenderos, de cuyas filas salían respectivamente los dos alcaldes ordinarios. El que era elegido entre los vecinos encomenderos se designaba como "alcalde de primer voto" o "alcalde más antiguo". El otro era simplemente "alcalde de segundo voto".

En el siglo XVIII bastaba poseer un inmueble -urbano o rústico - en la jurisdicción de la ciudad para ostentar el título de vecino. Esta masa de gentes incorporada a la vecindad había perdido ya su representatividad en el Cabildo y aún el alcalde de segundo voto se elegía entre los llamados "nobles". Así, las diferencias sociales no eran menos ostensibles que en el siglo XVI. Solo que la propiedad urbana y rústica se había generalizado de tal manera que una distinción social o una representatividad política que se derivara de esta circunstancia ya no tenía sentido.

Los vecinos "nobles" se distinguían claramente del común entre otras cosas por el apelativo de "Don". El lugar de la residencia contribuía a marcar esta diferencia. Como se ha visto, las familias más conspicuas se agrupaban en torno a la plaza mayor y en el barrio de la Merced. Algunos "nobles" vivían en las calles más próximas al centro de El Empedrado y del Vallano. Pero casi nunca en Santa Rosa, la Carnicería, la Mano del Negro o Barrionuevo. Muchos poseían, eso sí, solares vacíos en todos estos barrios.

En la ciudad de Cali no parece haber existido un confinamiento racial, aunque en algunos barrios la presencia de negros, mulatos libres e indígenas fuera más numerosa que en otros. El hecho de que existiera un buen número de esclavos negros domésticos debía hacer nugatorio cualquier tipo de confinamiento. Además, gente de color pardo poseía casas y solares en el Vallano, Santa Rosa y aún en el Empedrado.

El apellido Viera, que correspondía a una familia de mulatos, aparece mencionado con alguna frecuencia entre 1723 y 1735 en los registros notariales de transacciones sobre inmuebles, todas en el Vallano. La propiedad más valiosa era de 250 pts. que en 1727 Juan y Pedro de Viera, hijos de Manuela Teleche, vendieron al comerciante Tomás Rizo 4, mientras que otras transacciones no llegaban a 25 pts. Eran también pardos Antonia de los Reyes, Maria Candela, Leonar Losas de Navarrete y Agustina de Sandoval Palomino que vivían en el Vallano y en el Empedrado y cuyas propiedades iban de los 15 a los 200 pts. También en el Vallano se menciona a María del Campo. una india de Popayán que compró una casa por 35 pts. en 1735, y en el barrio de Santa Rosa un indio de la Corona que vendió un solar por 20 pts.

En el curso del siglo que va de mediados del XVII a mediados del XVIII la ciudad experimentó transformaciones. Casas con techumbre de paja que enmarcaban la plaza fueron dando lugar a construcciones más sólidas, de dos pisos y cubiertas de teja, hasta desaparecer totalmente la de paja en la plaza y sus inmediaciones. El auge económico que trajo consigo la minería del oro propició también una afición por consumos de ostentación, muchas veces extravagantes. Dentro de la estrecha capa de privilegiados que explotaban minas o se dedicaban a levantar haciendas los símbolos exteriores de riqueza se multiplicaban. Los objetos suntuarios, antes raros, iban apareciendo con mayor frecuencia en testamentos y cartas de dote. La ropa ante todo. No es raro que en una dote asignada de diez mil patacones -suma muy cuantiosa- más del 50% estuviera representado en ropas. Los maridos mismos hacían figurar entre el capital aportado inicialmente al matrimonio un buen porcentaje dedicado a su apariencia personal. Doña Juana de Troya y Gaviria, mujer del Maestro Ceballos, sostenía en su testamento que ambos se habían casado pobres

"... pero después, por medio de la venta de todos sus ajuares mujeriles, hubo de darle el principio competente para trabajar, como en efecto habiendo empleado en ropa de la tierra de esta provincia (Quito) para la de Popayán, y desde entonces haciendo caudal bien cuantioso, se quedó en la ciudad de Cali de donde era natural...".

A medida que crecía la población esclava en minas y haciendas, el servicio doméstico fue creciendo también hasta llegar a cifras excesivas en la segunda mitad del siglo. Esta, que podría calificarse de inversión productiva, señala apenas una tendencia general que se refleja en los objetos de lujo. Entre varios items del testamento de Doña Bárbara de Saa, la viuda del rico comerciante y minero Juan Francisco Garcés de Aguilar, se mencionaban en 1768: una silla de manos forrada en baqueta de moscovia, por dentro en damasco colorado, flecos de seda, perinola de plata en la cabecera y vidrieras en las puertas que valía 200 pts., un jaez de terciopelo morado con su punta de plata, bordadas las esquinas de lo mismo, riendas de seda, etc., por 125 pts. y una vajilla de plata que pesaba 82 marcos media onza por valor de 656 pts. 6

La apariencia de la casa de un "noble" a mediados del siglo podia muy bien corresponder en líneas generales a la descripción de un inventario de 1747 de la casa que el comerciante Sebastian Perlaza había comprado a su suegra, Doña Ignacia Piedrahita, y que en ese año vendió al Doctor Bartolomé Caicedo, minero y terrateniente. El solar en que estaba edificada valía 1.250 pts. y estaba cercado de paredes que valían 605 pts. Se trataba en realidad de medio solar, de unas 900 vs2. y la edificación debía cubrir la mitad. Los inmuebles propiamente dichos: solar, paredes que lo cercaban, paredes de la casa, ladrillos, vigas, blanqueamiento, carpintería y mano de obra incorporada, mas una cocina exterior valían 2.799 pts. Los muebles, en cambio, valían 4.674 o sea que representaban más del 60% del valor total de la transacción. Se trataba de cerca de veinte imágenes y cuadros religiosos que valían 673 pts., sillas doradas, alfombras, cajas de cedro, espejos y piezas de vajilla de "Holanda" y de "China". La casa estaba gravada con diferentes censos por valor de 2.770 pts., es decir, el valor integral del mueble. Este debía pagar así una renta de 138 pts. anuales, una suma excesiva para un capital improductivo.

La casa de Doña Bárbara de Saa tenía una apariencia similar. A su muerte se avaluó apenas en 5 mil patacones, aunque dos herederas alegaron que valía ocho mil. Era una casa de teja en la Calle Real,

.. con su alto en la esquina, el que reconocido está inservible y puertas y ventanas de la una casa y el alto acomejenado y los arcos muy desplomados y su fundación talada de hormigueros...".

El interior sin embargo era rico, pues los muebles y aderezos valían casi tanto como la casa: cuatro mil pts. Además, como se ha visto, la casa mantenía 37 esclavos de servicio que elevaban su valor a más de 20 mil pts.

FUENTE: BANCO DE LA REPUBLICA

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